Publicado: Vie, 02/12/2016 - 08:33
Actualizado: Vie, 02/12/2016 - 08:33
Cuando elegimos un alimento, la mayoría de veces sin pensarlo (o eso creemos), es porque queremos conseguir algún objetivo, bien sea físico (paliar el hambre, obtener nutrientes), social (una comida familiar) o emocional (sentirnos mejor, ocupar el tiempo). Entonces podríamos preguntarnos ¿quién elige realmente lo que comemos? ¿De qué dependen nuestras elecciones alimentarias?
Pues bien, hay muchos factores que influyen en que hagamos una elección u otra a la hora de comer:
- Factores genéticos. Ciertamente, cuando nacemos tenemos mecanismos innatos por los que nuestra apetencia por lo dulce está más desarrollada (puesto que la leche materna es dulce) y tenemos una aversión a los sabores amargos (dado que los venenos y alimentos poco nutritivos suelen ser amargos). Estas preferencias de sabores, que van disminuyendo con la edad de forma fisiológica, se explican únicamente por el instinto de supervivencia de los bebés. Además, tenemos una huella genética, que proviene de las épocas de hambrunas donde la escasez de alimentos era brutal, y que nos predispone a acumular energía. Es decir, tenemos genes ahorradores “diseñados” para guardar grasa por si acaso la necesitamos. Por otro lado, los aspectos hereditarios también juegan un papel importante, aunque no fundamental. Por ejemplo, hay ciertas alergias que tienen predisposición genética. No obstante, no podemos olvidar aquí el efecto que el ambiente ejerce sobre la expresión génica (epigenética).
- Factores educacionales. Desde pequeños, nos educan para comer mucho (coloquialmente un bebé rollizo es signo de saludable) y en el sabor dulce. Ese cuyo umbral, fisiológicamente, tendríamos que ir disminuyendo con el tiempo. Sin embargo, desde apenas los 4 meses, estamos dando a nuestros bebés galletas, papillas, potitos, bollería, batidos o zumos, golosinas, y cientos de productos con ingentes cantidades de azúcar, muy por encima de lo que cualquier adulto debería tomar en el día. Por otro lado, recientemente se ha visto que la excesiva preocupación de los padres por la comida (tanto en temas de restricción calórica como de comer emocional) está asociada con un mayor comer emocional en la adultez. El factor educativo no se centra exclusivamente en el ámbito familiar, también lo hace en la escuela, en los hospitales o desde las políticas de salud pública.
- El entorno. Por supuesto, nuestro entorno juega un papel muy importante en nuestras elecciones alimentarias. No sólo la familia o los amigos (todo lo celebramos alrededor de una mesa, sea bueno o malo), sino la sociedad en la que vivimos. La globalización nos ha traído muchos productos de otras zonas geográficas que han enriquecido nuestra gastronomía, pero también ha creado un mundo gigantesco de productos insanos que colonizan los supermercados y grandes superficies, a los que vamos por “falta de tiempo”. La publicidad, de la mano de la globalización, consigue que en nuestra cabeza merodeen ciertos productos, que además asociamos a momentos, sensaciones o emociones. Todo ello producto del marketing alimentario, gracias al cual se diseña la publicidad emocional.
- Factores intrínsecos. Los más importantes. El principal es la sensación de hambre y el requerimiento de energía y/o nutrientes, es decir, la señal que nuestro cerebro nos envía desde el hipotálamo para que comamos y cubramos la necesidad de nutrientes que el organismo tiene. Esta señal se activa bien porque nuestro organismo necesita energía para seguir funcionando, o incluso porque necesita determinados nutrientes concretos (por eso a veces nos apetece un determinado alimento; en los niños se ve muy bien este fenómeno). En el complejo proceso del hambre y la saciedad intervienen muchos sistemas que incluyen: sistema nervioso, sentidos, órganos de la digestión, neurotransmisores, hormonas y nutrientes. El segundo factor intrínseco fundamental son las emociones. No sólo comemos cuando tenemos hambre sino también cuando estamos estresados, tristes, alegres, aburridos, enfadados, frustrados, cansados…
Pues bien, aunque recibimos cientos de mensajes diarios que nos dicen que lo que importa es la cantidad que comemos (“coma con moderación”, “no se deben tomar más/menos de X raciones diarias de esto”), en realidad la calidad es más importante que la cantidad. Es decir, que es mucho más importante qué comemos que cuánto comemos. Y voy más allá: todavía es más importante cómo y para qué nos lo comemos.
Y cuando hablo del “cómo” y del “para qué” me estoy refiriendo a emociones. ¿Comemos con ansiedad, tristeza o enfado? ¿Comemos para sentirnos mejor, menos aburridos o para tranquilizarnos? Si la respuesta a estas preguntas (o similares) es SÍ, podrías tener Comer Emocional. Esto significa que no eliges los alimentos por necesidades fisiológicas (de energía y/o nutrientes) sino porque una determinada emoción te conduce a ello o porque deseas conseguir una emoción tras su ingesta. Es decir, que las emociones, positivas o negativas, tienen un efecto en el comportamiento alimentario. Normalmente en estas situaciones solemos elegir alimentos (o mejor dicho, productos) muy azucarados o muy grasos (o ambas cosas), que son altamente calóricos y palatables. Este tipo de sustancias, cuando se asocian al hambre emocional, activan lo que se conoce como Sistemas de Recompensa, en los que intervienen, entre otros, dos neurotransmisores: serotonina y dopamina, las hormonas de la felicidad. Se ha observado recientemente que el azúcar activa de forma directa la ruta de la serotonina. En resumen, elegimos comer productos que nos van a hacer sentir mejor, pues los elegimos porque los asociamos a una emoción. Es importante tener en cuenta que todos estos complejos mecanismos se van estableciendo desde pequeños. Es decir, esa asociación entre el sabor dulce y la sensación de placer, bienestar, tranquilidad (o la que sea), se comienza a establecer en la niñez, desde el momento que premiamos a los niños con pasteles, galletas o golosinas; que los castigamos sin comer lo que “les gusta” (normalmente son productos grasos y azucarados); les obligamos a comer alimentos de verdad (verduras, frutas, etc.); les damos sustancias poco saludables para que se calmen; les prohibimos algún alimento o producto; o simplemente llenamos la despensa con este tipo de productos que no deberían formar parte de su alimentación, porque básicamente no alimentan.
Como supongo ya te habrás imaginado, el comer emocional no se soluciona con dietas restrictivas ni con prohibiciones alimentarias. Esas acciones sólo acrecentan aún más el comer emocional, pues habitualmente van acompañadas de sensaciones de culpabilidad y frustración que llevan de nuevo al comer emocional, cerrando un círculo que puede no terminar nunca.
Entonces, ¿qué podemos hacer?
En primer lugar, identificar si tienes comer emocional.
En segundo lugar, entender que para romper el círculo es necesario hacer un abordaje mucho más completo (psiconutrición) y no sólo limitarse a “controlar” el aspecto alimentario. Trata de poner todos tus sentidos en el acto de comer, saborea, disfruta y come con atención plena (mindful eating). El cambio de hábitos empieza desde la cabeza, se produce en la cabeza y se lleva a cabo con cabeza.
Si eres un profesional, recuerda que la persona que tienes delante come de esa forma por algún motivo. Trata de averiguar cuál es. Trabaja no sólo la alimentación, sino también la actividad física, sus emociones, sus motivaciones, sus barreras y dificultades, qué cosas le ayudan y qué cosas le bloquean. En definitiva, trabaja con la persona, codo con codo, y con otros profesionales que te ayuden a hacer un abordaje adecuado y completo con el fin de conseguir objetivos a largo plazo mediante un verdadero cambio de hábitos, desde la cabeza, con el corazón y hacia la acción.
“Nadie dijo que fuera fácil, pero te aseguro que merece la pena”.
Si te interesa el tema, el próximo 10 de Diciembre organizamos el I Foro de Psiconutrición en Madrid, donde serás bien recibido/a.