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¿Qué comía Giacomo Casanova? Por cierto…¿funcionan los afrodisíacos?

Actualizado: Lun, 10/03/2014 - 18:06

Casanova, como buen libertino dieciochesco, apoyaba practicar el ritual de la cocina despojándose de toda vestimenta. Decía que el paladar se estimulaba con los platillos mientras la vista se exaltaba ante un cuerpo desnudo
Todo afrodisíaco es un beso a ciegas puesto que ninguno cuenta con el más mínimo aval científico
La trufa no es un afrodisíaco auténtico, pero en determinadas circunstancias puede volver a las mujeres más afectuosas y a los hombres más atentos
El efecto de los afrodisíacos no es fisiológico sino que, en el mejor de los casos, psicológico

Nacido en Venecia en 1725, Giacomo Casanova fue un hijo de comediantes que, malgré tout, llegó a relacionarse con reyes, obispos y personajes famosos como Mozart (¡a quien ayudó a componer una pieza de Don Giovani!), Voltaire (se cayeron mal) o Benjamin Franklin, lo que le llevó a convertirse en un erudito de su siglo, el siglo de las luces, y hasta en un filósofo. También fue un gran amante de la gastronomía, hasta el punto de llegar a inventar un vinagre especial para sazonar los huevos duros y las anchoas. Una parte importante de su obra autobiográfica se encuentra en “Historie de ma vie” (Historia de mi vida), dos gruesos volúmenes que ocupan 3.648 páginas, donde se refiere a sus gustos culinarios. Según se desprende de su lectura, su célebre “vigor” se debía a que tomaba chocolate espumoso caliente antes de sus sesiones amatorias. Tampoco dudaba en dar rodeos antes de visitar a sus amantes para degustar un plato de setas de Génova (Italia) o unas brochetas de alondras de Lepizig (Alemania).

Al parecer, Casanova sentía predilección por los afrodisíacos. Tal y como revela Jaime Rosal, un devoto del conocido donjuán italiano que pertenece al círculo casanovista de Barcelona (un grupo de amigos que se reúne el último fin de semana de octubre para conmemorar la fuga de Casanova de la cárcel de los plomos de Venecia), al conquistador veneciano le encantaban las ostras “sorbidas sobre los pechos de sus amantes”, así como el foie, el champagne y el vino de Canarias.

Como buen libertino dieciochesco, Casanova apoyaba practicar el ritual de la cocina despojándose de toda vestimenta. Decía que el paladar se estimulaba con los platillos mientras la vista se exaltaba ante un cuerpo desnudo.

Otra autora, Leticia Rimola, sostiene en la página 17 de “La vuelta al mundo en Mil Ensaladas” que Casanova sentía predilección por las hortalizas y ensaladas. “Por ello –sostiene la autora– la mayor parte de su alimentación estaba constituida por ensaladas: ingería grandes porciones de zanahoria y perejil porque aseguraba que le mantenían la piel lozana y además resultaban afrodisíacas. Su plato favorito era preparado con apio, cebolla, huevos duros, zanahoria, perejil y mahonesa, mezcla que hoy se conoce como ensalada Casanova”.

Sin embargo, parafraseando a Felipe Fernández-Armesto, prestigioso historiador y catedrático de la Universidad de Oxford, “todo afrodisíaco es un beso a ciegas”, puesto que ninguno cuenta con el más mínimo aval científico. Por su interés reproducimos lo que escribe  Fernández-Armesto en la páginas 64 y 65 de “Historia de la comida” (Premio Nacional de Gastronomía a la mejor publicación de 2004):

“Muchos creen que las trufas poseen propiedades eróticas. Una de las anécdotas de Brillat-Savarin trata de sus investigaciones sobre la validez de esta reputación. (…) Una de sus entrevistadas confesó que, tras cenar “una magnífica ave trufada del Perigord”, su invitado profirió impertinencias desacostumbradas en él. “¿Qué puedo decir, monsieur? Lo achaco todo a las trufas”. Su comité de investigación informal descubrió, sin embargo, que “la trufa no es un afrodisíaco auténtico, pero en determinadas circunstancias puede volver a las mujeres más afectuosas y a los hombres más atentos”. Con todo, la fe en los afrodisíacos ha sido mantenida por los magos de la comida en todas las sociedades. Incluso se ha invocado para explicar la enorme cantidad de semillas trilladas de bórax hallada en una cueva paleolítica.

(…) Alimentos supuestamente sugerentes ­–las puntas de los espárragos o los mejillones, por ejemplo, porque se asemejan, a ojos de los observadores más apasionados, a las partes sexuales masculina y femenina, o bocados viscosos, que a una mente predispuesta le pueden recordar órganos húmedos y fluidos sexuales– no son mágicos. Del mismo modo que existen alimentos que supuestamente inducen a la lujuria, otros han sido adoptados como promotores de la castidad. Por otra parte, tales recomendaciones sólo pueden justificarse de acuerdo a los preceptos de una magia favorable. En una visita que hizo a Canterbury a finales del siglo XII, Giraldo Cambrense reivindicó las barnaclas cariblancas (cierto tipo de oca) como comida de cuaresma para clérigos, según la suposición falsa de que se reproducían de forma asexual, y por consiguiente cabía esperar que alimentaran sin excitar apetitos poco apropiados”.

Para explicar por qué no funcionan los afrodisíacos, es decir, porque su efecto es psicológico y no fisiológico, nada mejor que poner un ejemplo. Imagina que te atrae alguien, alguien que para ti es casi como Giacomo Casanova…. Imagina que todavía no os conocéis mucho y un día salís a cenar. Imagina ahora que en algún momento de la velada degustáis unas ostras y vuestros ojos se cruzan, prácticamente ya en llamas… ¿Sería lógico pensar que el molusco lamelibranquio marino fue el detonante, no? Bien. Ahora imagina que estás sola (o solo) en casa, que el fregadero está rebosante de platos sucios de la cena del día anterior y que te queda un duro día de trabajo por delante. Imagina que abres la nevera y descubres media docena de ostras, de las que das buena cuenta ipso facto. ¿De verdad crees que estas ostras producirán en ti un efecto afrodisíaco con la cocina hecha un asco? He ahí la respuesta a la pregunta con la que empezábamos y también la razón por la que las ostras producen un efecto afrodisíaco cuando te encuentras con el Giacomo Casanova de turno (aunque también funcionaría un huevo frito, un rábano, incluso una ensalada de escarola y tomate alineada con unos ajitos sofritos, si estuvieras con la persona indicada…) y pierden sus supuestas propiedades cuando la vida sigue su curso habitual…

Y ahora, por fin, la moraleja, porque un escrito sobre Giacomo Casanova necesariamente ha de tener su moraleja: cuando se habla de la nutrición muchas veces resulta complicado individualizar por qué se produce un determinado efecto beneficioso. ¿Por qué justo después de la cena que comentábamos estalló la pasión? ¿Fue por el tomate? (¿los flavonoides convertidos en unos sátiros?) ¿Quizá por los ajitos? (no olvidemos que este bulbo resultaba extremadamente excitante para los griegos y romanos…) ¿El zinc de las ostras disipó las últimas resistencias? ¿Influyó la bebida “espirituosa”? (¿cuál de todas?) ¿O en realidad el tomate, los ajos y las ostras no resultaron, en verdad, determinantes y se trató (horror) de pura “química”?

De todo eso, es decir, de los efectos producen los alimentos en nosotros y del comportamiento de los seres humanos se ocupa la ciencia de la nutrición.

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