Publicado: Mar, 05/09/2017 - 08:15
Actualizado: Mié, 06/09/2017 - 13:00
¿Es saludable un poco de sobrepeso? ¿Hacer dieta engorda? ¿Disminuye el café la tensión arterial? ¿Los vegetarianos tienen mejor salud? ¿Realmente el vino tinto protege la salud cardio-vascular? ¿Qué se puede replicar a quienes argumentan que las tasas más elevadas de osteoporosis se registran en los países con mayor consumo de lácteos?
Hoy día es fácil dar con preguntas parecidas que desafían que blanco y en botella sea igual a leche. Ayer mismo alguien me comentó haber escuchado que las personas con sobrepeso viven más años, lo que me trajo a la cabeza un reportaje que escribí en el año 2013 en “Es” –la añorada revista que acompañaba a “La Vanguardia” los sábados– y que, en buena parte, reproduzco hoy.
Aquel artículo arrancaba exactamente de la misma forma: un artículo periodístico con vocación de impresionar a los lectores y, ya de paso, de hacerles dudar de todo, señalaba que las personas con algunos kilos de más tenían menos riesgo de morir por cualquier causa que las personas de la misma edad con un peso normal, según indicaba una investigación. He aquí la letra pequeña del referido estudio: en realidad, no es que tener sobrepeso reporte alguna ventaja a la población en general, sino, en todo caso, a las personas de edad avanzada. El principal motivo es que las personas mayores con sobrepeso, conscientes de su situación, visitan más al médico que las de peso normal, lo que les permite mantener a raya el colesterol, la tensión arterial, etc.
Pero no hablamos de la aguja del pajar. En el campo de minas que es la nutrición proliferan los ejemplos de este tipo para confundir al máximo y, según cómo, para que los frescos del barrio saquen beneficio del río revuelto. Probablemente, la madre de todas las paradojas sea que restringir drásticamente la cantidad de comida, como proponen las dietas rápidas, sirve para perder peso, cuando, en alrededor del 85% de los casos, seis meses después de finalizar la dieta milagro se pesa más que al principio (es decir, se recupera el peso perdido durante la dieta y algún que otro kilo más de regalo).
La explicación es la siguiente: como el organismo humano es incapaz de precisar si la persona que ayuna lo hace por voluntad propia o por su incapacidad para conseguir comida, cuando se abandona la dieta exprés de turno (Enteral, Flash, Oh My Good, Ayuno Intermitente, etc.), el metabolismo reacciona activando sus mecanismos de almacenamiento de grasa por si en el futuro esa misma persona vuelve a tener dificultades para aprovisionarse de alimento.
Otra paradoja: muchas personas que consumen alimentos light se sorprenden de haber ganado peso. He aquí un posible motivo: quienes compran productos lights acostumbran a bajar la guardia y terminan consumiendo mayor cantidad y, consecuentemente, más calorías. De hecho, no hay versiones light de alimentos saludables, así que aunque la mona se vista de seda, mona se queda.
Más paradojas. En 1999 se publicó un artículo en “Journal of Hypertension” que llevó a concluir que existía una relación significativa entre el consumo de café y el aumento de la presión arterial. Sin embargo, en 2012 se publicó otro estudio científico en la misma revista de características muy parecidas a su homólogo más antiguo, cuyos resultados mostraron que el consumo de café lo que produce es una disminución no significativa (pero disminución, al fin y al cabo…) de la presión arterial, incluso en personas hipertensas.¿A qué se debe esta contradicción? En este caso, la respuesta es más compleja. Básicamente, obedece a que la conducta de tomar café se asocia a otros hábitos, como por ejemplo consumir tabaco, que influyen en la hipertensión. Es decir, aunque los estudios suelen intentar medir una variable y aislar el resto, en muchos casos no es posible, por lo que no puede saberse con precisión qué produce el efecto descrito.
Un buen ejemplo es la llamada “paradoja francesa”. “La paradoja era que Francia”, escribió Valentí Fuster en “La ciencia de la salud” (Planeta), “con su tradición de quesos grasos, de cruasanes con mantequilla y de carne de vacuno, y con un consumo de grasas saturadas similar al de Estados Unidos, tenía sin embargo unas tasas de enfermedad coronaria mucho más bajas. Si las grasas saturadas son decisivas en el riesgo cardiovascular, ¿dónde estaba la diferencia?. Una parte se explicaba por el mayor consumo de frutas y hortalizas que se da en la cocina francesa. Pero la diferencia era tan abismal que tenía que haber algo más. Ese algo podía ser el vino”.
Así, en 1992 un programa televisivo (“60 Minutes”) de la cadena estadounidense CBS aseguró precipitadamente que la menor incidencia de trastornos coronarios se debía a las propiedades del vino tinto, lo que hizo que en las dos semanas siguientes sus ventas crecieran en EE.UU. un 49%, lo que motivó que a más de un viticultor se le pusiera la cara roja de contento. Posteriormente, se apuntó que la razón había que buscarla en la suprema calidad de la carne y el foie francés; luego, a que en el país galo se utilizaba aceite de oliva; después, a que nuestros vecinos hacían más ejercicio físico que los norteamericanos, para sugerirse, finalmente, que en Francia se consume mucha más fruta y verdura que en el paraíso de las “trash food”. Por eso, la comunidad científica parece haber aceptado que la denominada “paradoja francesa” es el resultado de una suma de factores y no de un único motivo.
De hecho, muchas de las personas, particularmente del norte de Europa, que participaron en las investigaciones que llevaron a concluir que el consumo moderado de vino protegía al corazón, eran de clase media-alta, practicaban deporte y cuidaban su alimentación. Es decir, seguramente padecían menos trastornos cardiovasculares por cualquiera de estos factores que a consecuencia de la protección que les brindaba el vino (y que nos perdone el resveratrol....) Por esta razón, la American Heart Association (AHA), máxima autoridad mundial en materia cardiovascular, señala que no es recomendable tomar vino u otras bebidas alcohólicas por su posible efecto “cardio-protector” (aunque parezca un chiste, otros fabricantes de alcohol, por ejemplo de tequila y whisky, se han subido al carro y también señalan que sus bebidas son “cardiovasculares” y muy saludables), en tanto no hay pruebas científicas suficientes como para añadir la recomendación de “consumir alcohol con moderación” a los consejos ya establecidos para el control del riesgo coronario: disminuir el colesterol y la presión arterial, controlar el peso corporal, hacer suficiente actividad física, no consumir tabaco y comer saludablemente. Además, la AHA precisa que los componentes más saludables del vino se encuentran en una gran variedad de frutas y verduras que no exigen tomar alcohol, cuyo consumo está probado que incrementa la prevalencia de más de 130 enfermedades (cáncer, obesidad, cirrosis, pancreatitis, depresión, alcoholismo, etc.) En resumidas cuentas: si quieres beber vino, tequila o whisky, hazlo, pero no te engañes pensando que así tendrás una mejor salud.
Otra paradoja también muy polémica: según algún estudio, los países con mayor consumo de lácteos registran las tasas de osteoporosis más elevadas del planeta. El encargado de responder en su día a esta paradoja fue Sergio Calsamiglia, catedrático del Departamento de Ciencia Animal y de los Alimentos de la Facultad de Veterinaria de la Universidad de Barcelona y uno de los mayores expertos en lácteos de España. Al planteársele la paradoja, Calsamiglia se refirió a un concepto de uso común entre los estadísticos, el término “efectos confundidos”, cuya traducción libre podría ser “error típico”. Respecto al asunto en cuestión, Calsamiglia precisó en aquella ocasión que los estudios científicos pueden llegar a tener cierta variabilidad, “pero si hay, pongamos por caso, 44 estudios que afirman una cosa y otro que señala algo inesperado o extraño en relación a los anteriores, hay que quedarse con lo que establece la mayoría”. Según este experto al que entrevisté en “Comer o no Comer”, en los últimos 25 años se han efectuado en total 138 investigaciones que han investigado la relación existente entre el consumo de calcio y la salud ósea. De estas, 52 fueron controladas, es decir, a un grupo de voluntarios se les daba leche y al segundo no. “Pues bien, en 50 de estos estudios se concluyó que el consumo de lácteos reduce la incidencia de la osteoporosis. En cuanto a los dos restantes, en uno de ellos el grupo de control tomaba más calcio que la cantidad diaria recomendada, por lo que administrar una cantidad extra de este mineral no produjo ningún efecto reseñable. En cuanto al segundo estudio ´discrepante´, la investigación se realizó con mujeres postmenopáusicas, lo que seguramente incidió en que la reducción de los estrógenos fuera más determinante que el propio calcio”, enumera Calsamiglia.
“Por lo que se refiere a los 86 estudios observacionales –me hizo saber este catedrático–, 64 de ellos concluyeron que existía una relación positiva entre el consumo de calcio y una menor incidencia del riesgo de sufrir una fractura ósea, en otros 19 estudios no se observó ninguna relación, ni positiva ni negativa, en otro se observó un efecto en hombres, pero no en mujeres, mientras que en los dos restantes se observó que la gente que consumía productos lácteos tenía más osteoporosis”, me hizo saber.
“Aquel que tenga interés en defender que el consumo de calcio produce osteoporosis siempre puede aludir que hay dos estudios que lo reafirman, y no estará diciendo una falsedad, pero hará lo posible por obviar que otros 64 estudios señalan justamente lo contrario”, concluyó.
Y es que las paradojas alimentarias dan muchísimo juego. Por ejemplo, aunque comúnmente parece aceptarse que los vegetarianos tienen peor salud que los carnívoros, puede que realmente no sea así. “Cuando se separa debidamente a los long-term vegatarians (es decir, a los que llevan más de diez años alimentándose con vegetales) de los vegetarianos más recientes, se observa –ha señalado en alguna ocasión el dietista-nutricionista Julio Basulto citando estudios efectuados en el Reino Unido, Canadá y EE.UU.– que muchos de éstos han renegado de comer productos animales a raíz de sufrir una enfermedad grave, como diabetes, cardiopatías o cáncer. Lo que quiero decir es que es muy probable que muchos vegetarianos recientes tengan peor salud por la enfermedad que ya arrastraban y no por haber cambiado su manera de alimentarse”.
“Pero incluso con los ´viejos´ vegetarianos –añadía Julio Basulto– se produce otra paradoja y es que raramente fuman, raramente son sedentarios, raramente beben mucho alcohol y raramente dejan pronto de dar el pecho a sus hijos, por lo que no acaba de quedar claro si tienen mayor esperanza de vida por comer vegetales o por la suma de los factores antes mencionados”.
La última pregunta es quién puede estar interesado en que proliferen las paradojas alimentarias. Por una parte, están los periodistas, que buscan titulares llamativos. Por otra, la industria, que persigue incrementar sus beneficios patrocinando ciertos estudios que realzan las virtudes del alimento a promocionar. También el prestigio de muchas universidades depende del número de estudios que publican sus investigadores en las revistas científicas de referencia, lo que lleva a impulsar teorías cogidas con alfileres. Sin olvidar a los médicos y nutricionistas (haberlos, haylos) que se pasan por el forro el “conflicto de intereses” y aceptan poner su nombre en estudios a cambio de un buen puñado de euros y otras dádivas (viajes, invitación a seminarios y conferencias organizados por asociaciones sectoriales y/o empresas, regalos, etc.)
El resultado es el ya sabido: el hecho de tomar la parte por el todo está propiciando que cada vez más mujeres y hombres se alimenten incorrectamente pese a que, paradójicamente, en ningún otro momento de la historia ha habido tanta información como ahora. Aunque sería mejor decir “infoxicación” (o estiércol informativo…), pero esta es otra paradoja a la que nos referiremos otro día...