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La amarga verdad

Actualizado: Mar, 16/02/2016 - 08:29

Las personas preocupadas por “depurarse” tienen este invierno una magnífica ocasión para seguir con su cruzada, sin necesidad de atizarse los celebérrimos batidos verdes  “detox” que han popularizado Eva Longoria y Gwyneth Paltrow, entre otras celebrities diets. Una cruzada que, según parece ser, se inició en 2005  con un libro titulado “Green for life” (Verde para la vida), donde se comparaba la alimentación de los norteamericanos con la que llevaban los chimpancés, para concluir que estos animales tienen una alimentación más rica en hojas, lo que les permite tener un sistema inmunológico más fuerte.  El libro “detox”, como es de imaginar, pasó sin pena ni gloria (incluso entre los chimpancés…), hasta caer en manos de una entrenadora de celebridades en 2012 y de aquellos barros, estos lodos.

El caso es que durante diciembre, enero y febrero están de temporada las alcachofas, endivias, coles de Bruselas, la escarola, el brócoli o el pomelo, verduras y frutas, todas ellas, que tienen en común un leve sabor amargo. La alcachofa, en concreto, contiene flavonoides y antioxidantes a los que algunos estudios han atribuido cierta acción antiinflamatoria. “Este tipo de alimentos son importantes porque aumentan la excreción de bilis hacia el intestino”, indica la dietista y nutricionista Júlia Farré.  En efecto, si se trata de proteger al hígado, lo que mejor parecen funcionar, a tenor de la evidencia científica, son las dietas ricas en vegetales y bajas en grasas saturadas. En cambio, los alimentos procesados, pre-cocinados y muy empaquetados parecen obligar a trabajar de lo lindo a esta voluminosa víscera para descomponerlos. En teoría, cuanto menos trabajo tiene el hígado en cuanto a aditivos y condimentos, mejor se siente. Asimismo, hay dos cosas más que le sientan al hígado como un tiro: el alcohol –que irrita las células hepáticas– y automedicarse innecesariamente, en tanto los fármacos también acaban pasando por el hígado.

Sin embargo, no es por este motivo que hemos titulado este artículo “La verdad amarga”. Resulta que este año la revista “New Scientist” ha publicado un artículo titulado “Mav contain rubbish-food labelling rules are mailing us” donde se constata, con saludable flema británica, que una de las pocas cosas que parecían tener claras los consumidores en materia de nutrición –comer cinco frutas y verduras diarias– podría estar comenzando a tambalearse, a raíz de que la industria agroalimentaria esté promoviendo variedades dulces a las que se les extrae su amargor para que puedan llegar a un público más amplio.

En otro artículo anterior de esta misma revista titulado “Bitter truth: How we´re marking fruit and veg less healthy” (“La verdad amarga: cómo estamos haciendo frutas y verduras menos saludables”) se recoge que, en un esfuerzo por atender nuestro gusto por lo dulce, los productores de alimentos están produciendo frutas y verduras de sabor menos amargo. Por ejemplo, el pomelo blanco.

 “Cuando yo era pequeño –indica el autor de la información­–, era el único tipo de pomelo que había, pero hoy ya casi no se encuentra, tras ser reemplazado por el pomelo rosa, mucho más dulce, o por variedades del mismo color que el vino tinto. No me lo estoy imaginando. Hace 30 años, Florida, la capital del pomelo de América del Norte, producía 27 millones de cajas de pomelo blanco y 23 millones de cajas de variedades de color. Hoy día, en cambio, se envían más del doble de cajas de pomelo rojo y rosa que del blanco. Y lo mismo está sucediendo en muchos supermercados con productos como la coliflor, las patatas, los tomates y los zumos. Nuestras frutas y verduras cada vez son menos amargos”.

El artículo diserta sobre la aparición de variedades de coles de Bruselas “para niños” pero avisa que “cuando los científicos se refieren a la salubridad y a los beneficios del té verde, el chocolate negro o el brócoli, de lo que están hablando, en realidad, es de unos componentes químicos de sabor amargo llamados fitonutrientes”.

“Para satisfacer nuestro amor de dulzura, los fabricantes de alimentos están eliminando muchas de estas sustancias”, indica, “pese a estar comprobado que el sabor amargo en dosis pequeñas puede inhibir el crecimiento de células cancerígenas”. Otros estudios también han encontrado que los fitonutrientes amargos podrían contribuir a la buena salud del corazón, por sus propiedades antiinflamatorias y antioxidantes, e impedir la acumulación de colesterol “malo”.

Componentes amargos que puedes encontrar en los alimentos con los que empezábamos este artículo –alcachofa, endivia, brócoli, rábanos, coles de Bruselas, patatas, tomates y coliflor, entre otros–. Sin embargo, es igualmente cierto que esto viene pasando desde los albores de la agricultura –cabe recordar que los primeros tomates o el primer cacao era muchísimo más amargos–.

El caso es que este proceso de “desamargor”  podría estar teniendo efectos no deseados en nuestra cintura. “Ahora sabemos que los receptores amargos, que se extienden a lo largo del tracto gastrointestinal y no sólo en la lengua, juegan un papel fundamental en muchos mecanismos gastrointestinales, caso de la regulación del apetito”, indica Daniele Del Rio, del departamento de Ciencia de los Alimentos de la Universidad de Parma (Italia). “Por consiguiente, la eliminación de compuestos amargos, además de privar a nuestro cuerpo de fitonutrientes potencialmente protectores, también perjudica nuestra capacidad de regular la ingesta de alimentos”, añade.

Ante esta situación, señala el artículo, muchos científicos que trabajan para la industria agroalimentaria argumentan que, simplemente, atienden las necesidades del cliente y también que, de esta manera, es posible que los ciudadanos coman más cantidad de fruta y verdura. Pero tiene razón el artículo cuando señala que, con un poco de persistencia y mano izquierda, los niños se acostumbran también a sabores que no son tan dulces y cita una investigación en la que se apunta que un nuevo alimento tiene que ser ofrecido entre 10 y 15 veces a un niño para que empiece a gustarle. Otros investigadores, como el doctor David Benton, de la universidad de Wales Swansea, consideran que el rango de exposición es mucho mayor: en ocasiones, es necesario ofrecer hasta 90 veces un nuevo alimento a un niño para que dé su brazo a torcer. Visto así, es probable que predicar con el ejemplo delante de los niños y que sus madres y padres coman aquellos alimentos (frutas, verduras, legumbres, etc.) más saludables para ellos sea la mejor táctica.

El artículo de “New Scientist” acaba con un pequeño recuadro en el que la chef Jennifer McLagan señala que la comida amarga nos hace mejores cocineros, pues realza los sabores de un plato, añadiendo sutilmente complejidad y profundidad a muchas recetas. Así, recomienda tomar un aperitivo amargo o un primer plato con un toque de amargura, por ejemplo una sopa o una ensalada de achicoria, incluso poner una fina capa de polvo de cacao amargo, en lugar de azúcar en polvo, en cualquier postre con chocolate. Es decir, aunque a nadie le amarga un dulce, es mejor que tenga un ligero toque áspero.

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